Anrubia, Enrique
(ed.)
Rueda, Ángela de
(ed.)
Editorial: Comares
Colección: Obras generales
Número de páginas: 156 págs. 24.0 x 17.0 cm
Fecha de edición: 26-11-2015
EAN: 9788490453551
ISBN: 978-84-9045-355-1
Precio (sin IVA): 13,46 €
Precio (IVA incluído): 14,00 €
Saber las cosas, saber de las cosas, no es suficiente. La era de la información es ya un hecho, pues sabemos y sabemos mucho más lo que creíamos. Nos conocemos a nosotros mismos mejor, llevamos una enciclopedia cargada y actualizada en una pantalla móvil que es de todo menos un simple teléfono. La psique está amaestrada en terapias —hechas por uno o hechas por otros—, tenemos vidas que son perfiles, hemos inventado más deportes que en ninguna época histórica y tenemos máquinas en habitaciones con espejos sobre las que corremos hacia ningún lugar. Sabemos más, pero no es suficiente. Dicho con el famoso verso de Eliot: «¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?».
Hace casi cien años, en su célebre El mundo de ayer, Stephan Zweig señalaba que el cambio de siglo, su siglo, poseía una característica que muchos pensadores pasaron entonces por alto: «La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven» . Se afeitaron las barbas en señal de que lo anterior, lo ancestral, la tradición, la herencia y lo antiguo, era visto como lo desfasado, lo pesado, lo farragoso y lo que había que cortar como los bigotes y las camisas. Ser joven ya no era simplemente una cualidad física, ni tan solo una etapa biográfica, era el modus essendi propio de lo humano. Lo mejor era siempre lo último: el último invento, el último coche, el último vestido. Pero lo último ya no era lo anterior, sino lo que está delante: mirar el pasado como lo último que ha sucedido era perder el futuro. Ahora lo último era lo primero, lo que estaba en cabeza. Y ahí empezó a aparecer un arte que se hizo llamar vanguardia, y un vestir que tenía la fugacidad de lo último que hay que tener primero, es decir, la moda; y la tecnología se hizo hija (o padre) de un último modelo de casi todo. Pero ese «último», que quiere ser eternamente joven, hacía de su final un término y no tanto un sentido: por eso, lo joven, lo último, tenía que ser constantemente renovado. Y apareció la obsolescencia para que pudiéramos ser eternamente jóvenes, es decir, lo joven se tornó en un viejo permanente.
Y eso es nuestra sociedad actual: la vejez perpetua de lo juvenil y lo lozano. Dicho en términos de conocimiento: o nos actualizamos constantemente o quedamos fuera, porque lo clásico, el valor de la historia, y no tanto Dios, ha muerto. Los seres humanos, como los yogures, también caducamos antes incluso que morirnos. El deseo de lo nuevo constantemente regenerado, no sólo ha provocado que lo juvenil sea caduco casi inmediatamente, sino que ha invertido los términos y ha instituido la lozanía perpetúa de la ancianidad, es decir, incluso los ancianos o los mayores han de aparentar ser jóvenes para estar y vivir en el mundo acordemente a lo humano: en su vestir, en el uso de las tecnologías, en el hablar... Porque la actualización ya no es, como decían Aristóteles o Parménides, la permanencia perfecta y feliz de la esencia de los objetos frente al cambio, sino la regeneración constante de la esencia de algo en otra cosa para no ser devorados por el mismo devenir. Y así, conocemos y actualizamos muchas cosas y a nosotros mismos, pero nos hemos actualizado tanto que ya no nos reconocemos: somos ancianos luchando por querer y aparentar ser jóvenes y, como sugería Eliot, hemos perdido el saber a favor del conocimiento.
Pero no nos basta, porque esta época de constante cambio ha provocado lo que todo cambio continuo provoca: cansancio, por un lado, y esquizofrenia y contradicción, por otro. Por eso nuestro siglo es un siglo, aunque nuevo, ya viejo en sus inicios, de generaciones que cambian constantemente y, lo que Zweig aún vivió como deseo de perpetua lozanía, ahora se vive como la constante ansiedad de estar, nunca mejor dicho, al corriente. Porque todo corre y fluye a una velocidad no asumible. Por eso, una de las psicopatologías típicas de finales del siglo XX, y nunca antes mencionada en la historia de la humanidad, es el estrés. Todo es tan rápido, tan joven, que acabamos agotados. Pero, por lo mismo, la sensación de cansancio, de no poder seguir la corriente, deviene en una visión del mundo donde lo frágil se hace crónico, la contradicción constante y la máxima de la cultura occidental es «tener seguridad». Las grandes potencias militares ya saben que no pueden volver a iniciar guerras mundiales, sino que buscan la seguridad, o dicho en término individuales: buscamos la estabilidad.