Editorial: Liber Factory
Colección: Filosofia y pensamiento
Número de páginas: 260 págs.
Fecha de edición: 03-07-2017
EAN: 9788417117269
ISBN: 978-84-17117-26-9
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Hubieron de pasar muchos siglos de discusión sobre la legitimidad ética de la pena de muerte como castigo legal contra delincuentes sociales del más alto voltaje. Nunca se vio claro que tamaño castigo pudiera encajar con el correcto uso de la razón penal y menos aún con los hechos y dichos de Jesucristo. Y no obstante, teólogos, moralistas famosos, políticos, legisladores, jueces y hasta algunos Papas, trataron a lo largo de la historia de convencernos de que lo blanco es negro y lo negro blanco cuando se trata del trato penal que se ha de dar a algunos actos delictivos muy graves. Eso sí, con tiempo para planificar la ejecución de los reos, con plena conciencia y libertad para analizar los hechos y establecer el ritual de ejecución de forma que los encargados de eliminar al reo cumplan estrictamente lo establecido por la ley. Ni más ni menos. Obviamente, había que costear también el mantenimiento de los instrumentos del suplicio y pagar al verdugo un sueldo adecuado para que estuviera siempre dispuesto a llevar a cabo sus servicios legales por el bien de la sociedad. Pero aquí está justamente el nudo gordiano de la cuestión que muchos no quisieron o no supieron desenlazar. ¿Qué es mayor delito, matar a otro por locura, pasión, odio incontrolable, ignorancia o por miedo extremo, o matarlo de forma premeditada de acuerdo con un ritual sádico legalmente establecido por los legisladores y aplicado luego por jueces y verdugos de oficio? En el homicidio legal, que tiene lugar con la aplicación de la pena de muerte, no existe ningún atenuante a favor de los ejecutores de la ley penal sino todo lo contrario: agravantes de homicidio directo y voluntario. La naturaleza objetiva del acto de ejecutar al reo con el amparo de la ley, la premeditación serena y libre con la que se lleva a cabo el mismo y las circunstancias rituales establecidas para cumplir fielmente con la ley, no son atenuantes morales sino agravantes, que echan por tierra la presunta inocencia de todas aquellas personas que de una u otra forma colaboran en la ejecución de los condenados a la pena de muerte. Contra todos los tópicos manidos a lo largo de los siglos, hay que poner fuera de combate la idea de que la pena de muerte haya sido o pueda ser jamás un bien para la sociedad inundada por la peste delictiva, ni una acción de legítima defensa o una medicina contra los grandes virus delictivos. Ni la recta razón ni Jesucristo están ahí para curar y salvar a los enfermos más graves matándolos legalmente. Volteando las campanas de san Agustín sobre los entierros celebrados por causa de la pena capital a lo largo de los siglos, cabe exclamar muy en voz alta: viva la vida de todos, la de los inocentes y la de los culpables, y muera la delincuencia. ¡Muera el pecado pero no el pecador, para que se convierta y viva! Y el que tenga oídos para oír que oiga. Empecé a estudiar el tema de la pena de muerte el año 1975 cuando por primera vez me encontré ante la posibilidad de que algunos delincuentes fueran condenados a muerte como castigo legal por sus delitos. En el año 1980 apareció mi libro sobre Los dere¬chos del hombre, pero todavía no veía yo del todo claro por aquella fecha hasta qué punto se podía negar a la legítima autoridad del Estado el derecho a instituir dicha pena como castigo contra algunos malhechores. Por una parte me resultaba imposible compaginar la pena capital con los principios básicos de la ética cristiana, en la que Cristo perfeccionó la moral del Antiguo Testamento